domingo, 22 de noviembre de 2020

Adios a Ernest Lluch (Fernando Savater)






"Pienso que el socialista Lluch -como otros compañeros de partido catalanes- era también hondamente un nacionalista, lo que le llevaba a padecer dos creencias igualmente erróneas: primera, que todos los catalanes críticos con el nacionalismo y con alguna de sus medidas emblemáticas, como la inmersión lingüística educativa, pertenecen poco menos que a la extema derecha y son en todo caso herederos directos del franquismo; segunda, que los nacionalistas vascos son tan razonables y pragmáticos como los nacionalistas catalanes. Se ha dicho que Ernest Lluch era un «amigo de los vascos», lo que no dudo pero quisiera matizar. Fue un amigo de los vascos nacionalistas o próximos al nacionalismo, pero en cambio poco amistoso con los vascos críticos del nacionalismo, con quien llegó a romper amistades anteriores, como sucedió en mi caso. A raíz de su asesinato, se desató una verdadera orgía mediática de vaciedades centrada en la palabra «diálogo», repetida como un fetiche simbólico que permite a algunos imaginariamente ponerse por encima de la realidades abrumadoras que no tienen ni la paciencia de entender ni el coraje de afrontar. Una conmovida señorita llegó a decir que Lluch «hubiese dialogado incluso con quienes venían a matarle», pasando por alto que el verdadero problema es que tales facinerosos no venían a dialogar sino a matarle. Javier Tusell se aventuró en una columna periodística a proponer un buen decálogo del buen dialogante, ante el que parece lo más piadoso sonreír con amargura. En fin, la caraba… hasta que llegue el próximo crimen, en el que veremos con qué nos salen. Mientras remito al lector al artículo «Viva el diálogo».

Conocí a Ernest Lluch cuando era ministro de Sanidad socialista, hace unos veinte años. Yo había defendido en varias ocasiones la despenalización de las drogas, tema que entonces sonaba a despenalizar el canibalismo o poco menos, y Lluch me invitó a un debate en TV3 sobre el polémico asunto. Estuvimos los dos solos, él en catalán y yo en castellano, argumentando creo que razonablemente. Sin tapujos: no creo que ningún ministro europeo de la época se hubiera atrevido a cosa semejante. Probablemente hoy tampoco y en España menos que en ninguna parte.

Después, cuando fue rector de la UIMP en Santander, dirigí varios seminarios estivales con su apoyo: sobre sexualidad y filosofía, sobre Schopenhauer, sobre Lovecraf. En especial este último, bastante heterodoxo y con numerosos audiovisuales, requirió una especial complicidad por su parte. La obtuvimos sin remilgos y tanto más digna de agradecer en cuanto que H.P. Lovecraft no era precisamente el autor favorito de Lluch…

Años más tarde me sorprendió con un artículo publicado en el grupo Correo y titulado «Savater, visceralmente nacionalista», a partir del cual iniciamos una agria polémica. Me reprochaba haber presentado en Barcelona el libro «Contra Cataluña» de Arcadi Espada, en el que se le mencionaba no demasiado elogiosamente. Para Lluch, quienes hemos sostenido que el discurso ideológico nacionalista vasco o catalán es dañino para la convivencia democrática y hasta potencialmente criminógeno (en el caso vasco) no podíamos ser sino nacionalistas españoles más o menos disimulados. Como era una cuestión que yo había discutido con él varias veces de palabra, siempre de modo cordial, me dolió el tono de su ataque por escrito y su argumentación se me antojó simple, oportunista, mendaz. Así lo dije entonces; tengo el vicio de tomarme las ideas en serio y hago asunto personal de ellas, mientras que transijo fácilmente en cuestiones de interés o en otro tipo de rencillas. A partir de estos reiterados choques en distintas publicaciones, nuestra relación personal se fue deteriorando hasta desaparecer.

No soy de quienes beatifican automáticamente a los muertos – la muerte es un gremio amplio de miras, que acoge a buenos y malos sin pedirles renunciar a haber sido, sólo a ser-, ni mucho menos comparto la forma de pensar de los fallecidos a raíz de su fallecimiento. Ser asesinado no da la razón, sólo quita la vida; en cambio asesinar sí que quita definitivamente la razón política a los asesinos. ¿Cómo explicar entonces que el asesinato de Ernest Lluch me ha dejado más dolido y desconsolado que atentados sufridos por personas que me eran muy próximas? ¿Cómo decir una vez más que uno necesita a los adversarios tanto como a los amigos, que aquellos de quienes discrepamos, incluso con mayor cólera, son los puntos de referencia de nuestra cordura, que vivimos en democracia acompañados y hasta humanizados por la presencia forzosa de lo que más nos contraría? Pobre Lluch: y pobre de mí, de nosotros.

Quienes le han matado son los enemigos jurados de toda simpatía humana: sayones siniesros y obtusos de un totalitarismo que no quiere liberar a nadie, que ni siquiera entiende lo que a comienzos del siglo XXI significa libertad. Los actuales terroristas de ETA son los asesinos natos de Tarantino tocados con la txapela de Sabino Arana y pasamontañas del subcomandante Marcos: el totalitarismo posmoderno.

Con ETA no valen guiños, ni disposición dialogante, ni conesiones al imaginario nacionalista: ETA no quiere comprensión, lo que quiere es el poder. Ahora el terrorismo pretender impedir que en el PNV se acerque a cualquier partido estatal, sobre todo al PSOE. Mañana liquidará a quienes en el PNV estorben sus planes y discutan el liderazgo de los cojonudos gudaris del tiro en la nuca al desarmadoñ ¿Hacen falta más pruebas? Hay que ir a por ETA, a por los servicios auxiliares de ETA, a por los legitimadores castrenses de ETA. Quien en este país crea en la democracia ya sabe cuál es su bando, sin equidistancias".





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