lunes, 19 de octubre de 2020

Política de la fe y política del escepticismo

 El escepticismo se sustancia en términos políticos en posturas antidogmáticas y tolerantes con los que piensan diferente. Resulta muy esclarecedora la distinción entre «política de la fe» y «política del escepticismo» que realizó M. Oakeshott (1998) para describir dos maneras contrapuestas de hacer política. En este ensayo Oakeshott indica los presupuestos que han operado en la manera de hacer política en Europa desde la Edad Media, fijándose no sólo en el contenido político de las diferentes propuestas, sino que además pone el acento en las conductas y en las instituciones resultantes de esos comportamientos. La fe y el escepticismo son dos categorías antagónicas que han coexistido desde siempre, es decir, que se han manifestado estos dos estilos en cualquier tiempo o lugar, ya sea en mayor o menor medida. Esto quiere decir, a juicio de M. Oaskeshott, que no podemos circunscribir tal estilo a una corriente o época determinada como si hubiera habido un política de la fe o del escepticismo pura e inmaculada de su contrario. En cualquier caso, la distinción arroja, a nuestro juicio, claridad en cuanto a la comprensión de la dimensión política del escepticismo por sintetizar lo que en la Antigüedad se percibía como una controversia entre dogmáticos y escépticos.

La política de la fe, sostiene M. Oakeshott, se caracteriza por una confianza irreflexiva en la búsqueda de la perfección humana. Esta manera de hacer política considera que la actividad pública está destinada a la salvación de la humanidad, por ello, el gobierno se hace omnímodo en la medida que no sólo espera obediencia por parte de los gobernados, sino que además solicita fervoroso entusiasmo (1998, p. 57). La fe, además, es una fe secularizada, esto es, que reniega de la salvación ultramundana porque la perfección no depende de la providencia, sino de los esfuerzos de los actores sociales en el presente:

La perfección para la salvación es algo que debe alcanzarse en este mundo: el hombre es redimible en la historia, y es por esta creencia que resulta a la vez relevante y revelador hablar de este estilo de política como "pelagiano". Más aún, se entiende que la perfección de la humanidad no sólo es mundana sino también una condición de las circunstancias de los hombres (1998, p. 50)

Por el contrario, la política del escepticismo se distingue por no perseguir la perfección del ser humano porque es consciente de su falibilidad. En la práctica política esta actitud se traduce en una concepción del ser humano más pesimista, esto es, que observan al ser humano en su dimensión conflictiva y subrayan que en la sociedad hay un continuo conflicto de intereses. Por eso la política del escepticismo tiende a desconfiar de los gobernantes La política del escepticismo es ajena al entusiasmo porque lo considera insensato y carente de toda moderación. Escépticos como Hume o Locke, de raigambre liberal en cuanto que la libertad se concibe, al decir de I. Berlin, de forma estrictamente negativa, esto es, como principio de no intromisión, conciben al ser humano no como un ser racional cuyas preferencias persiguen siempre lo mejor, sino que los gobernantes, al igual que el resto de los mortales, también están tentados de incurrir en arbitrariedades y en egoísmos. De aquí estriba toda la desconfianza que escépticos como Hume han profesado a las políticas de la fe:

Al elaborar un sistema de Estado y fijar los diversos contrapesos y cautelas constitucionales, debe suponerse que todo hombre es un bellaco y no tiene otro fin en sus actos que el interés personal. Mediante este interés hemos de gobernarlo y, con él como instrumento obligatorio, a pesar de su insaciable avaricia y ambición, a contribuir al bien público. Sin esto, en vano nos enorgulleceremos de las ventajas de una Constitución, pues al fin resultará que no tenemos otra seguridad para nuestras libertades y haciendas que la buena voluntad de nuestros gobernantes; es decir, ninguna (Hume 2011, p. 74).

Al final del ensayo, P. Oaskeshott, aboga con una solución con ribetes hegelianos en la medida que sostiene que los desmanes o excesos de una postura pueden corregirse con las virtudes de su contraria. El autor que es, en efecto, un liberal de corte anglosajón y conservador, prefiere y toma partido por la política escéptica, sin embargo, es consciente de los excesos de la postura escéptica. Estos excesos son los mismos que de manera recursiva aparecen en todas las réplicas y objecciones al escepticismo de todos los tiempos, a saber, el cinismo, el conservadurismo y el quietismo. Si bien, afirma P. Oakeshott, el error de la política de la fe es el exceso de entusiasmo o dogmatismo, el del escepticismo consiste en que adolece del compromiso necesario para llevar a término las demandas que la sociedad exige. Ahora bien, el autor culmina sentenciando que los errores de la política del escepticismo han sido mucho menos graves que los de la política de la fe. En la medida en que la política de la fe tiende al dogmatismo, es una postura más predispuesta para la razón de estado.

El escéptico en el campo de la política observa que los hombres viven cerca unos de otros y, como realizan diversas actividades, tienden a entrar en conflictos. Cuando los conflictos alcanzan ciertas dimensiones, no sólo vuelven bárbara e intolerable la vida, sino que incluso pueden terminarla abruptamente. Así, en esta forma de entender la política, la actividad gubernamental no subsiste porque sea buena, sino porque es necesaria. Su misión principal es disminuir la gravedad de los conflictos humanos reduciendo las posibilidades de que se presenten, y esta misión puede constituir un «bien» en la medida en que se realice en concordancia y sin perjudicar el comportamiento aprobado (P. Oakeshott 1998, p. 60).

A tenor de lo dicho, son pertinentes las palabras de Ch. Laursen:

Naturalmente, los racionalistas y los idealistas que viven entre nosotros van a sostener que sería mucho mejor para todos tomar nuestras decisiones políticas en base a motivos enteramente racionales apoyando lo que hacemos en la verdad y el conocimiento. Y algunos filósofos piensan que esto puede ser realizado (2009, p. 129)

Desde un punto de vista diacrónico, no podemos olvidar que ya los pirrónicos llamaban «dogmáticas» a aquellas opiniones, tales como las de Platón o Aristóteles, que sostenían que habían encontrado la verdad. De este modo, si el racionalista ha replicado desde siempre al escéptico que para actuar es necesario saber; el escéptico, como dice Ch. Laursen, puede preguntar si determinada postura política puede deducirse de manera apodíctica como la álgebra, o bien “confiamos en nuestros injustificables sentimientos instintivos impulsos y costumbres en algún lugar de la cadena de razonamiento” (Ibid). El propio Ch. Laursen trae a colación la figura de Hume para reseñar aquella afirmación suya acerca de que la razón es esclava de la pasiones. Además, el ámbito de la política, sobre todo en sistemas democráticos, es un régimen afectivo y de opinión (M.A. Maldonado 2016). El cerebro político es un cerebro emocional. En las cuestiones política, los electores, o si se prefiere en terminología de las teorías de la decisión racional: “preferidores”, no actúan como un robot desapasionado que persigue objetivamente los hechos, datos y políticas más óptimas para tomar determinada decisión (D. Westen 2007 y G. Lakoff 2009 ). Incluso en Kant, recuerda Ch. Laursen (1992), pese a no ser un filósofo escéptico, está en deuda con ellos cuando afirma que no es posible que las verdades universales que brindan las ciencias puedan ayudarnos en las cuestiones políticas y morales. Recordemos que la ley moral en Kant se basa en un postulado de la razón que nos impele a actuar «como si», esto es, a sabiendas que en cuestiones relativas al buen gobierno o a la moral nos movemos en el terreno de lo nouménico. De aquí estriba el talante escéptico para con la tolerancia que se cifra en una postura política que desconfía de la materialización concreta de aquellas pretensiones de la razón que extralimitan sus usos legítimos.

Tanto P. Oakeshott (1998), como O. Marquard (2012), sostienen un vínculo atemporal entre escepticismo y liberalismo político. En un sentido crítico, Horkheimer también traza este vínculo a lo largo de todo el ensayo sobre Montaigne. La tesis de Ch. Laursen (1992), es más prudente al señalar una evidente correlación; pero sin causalidad. Su planteamiento matiza, a riesgo de incurrir en anacronismos, que existen grandes diferencias tanto de contenido como epocales. Para Ch. Laursen, la gran diferencia entre el escepticismo antiguo y el liberalismo, radica, como dijimos, en que en la Modernidad el escepticismo se vive como inquietud. El liberalismo significó en política la búsqueda de deseos insatisfechos y de aspiraciones que mejorasen las condiciones de la sociedad, o sea, lo contrario de la búsqueda de la ataraxia en el escepticismo antiguo. En Montaigne el individuo es el valor supremo que pide reconocimiento y cuidado, la experiencia de la diversidad en los usos y costumbres se transforma en una preocupación constante por la libertad individual. Sin embargo, bajo ningún concepto, recuerda Ch. Laursen, podemos suponer que Montaigne era esto o lo otro de manera tajante. La aportación del escepticismo humeano al imaginario del liberalismo político, recalca Ch. Laursen, también es indiscutible por haber introducido conceptos, como el de tolerancia, cortesía, gustos refinados: «Hume está utilizando este vocabulario para establecer fines y apelar a valores que servirán para guiar la política en ausencia de las verdades de la Iglesia,la república, la monarquía absoluta, o la ley natural. De acuerdo con esto, es parte de una política escéptica» (1994, p.171). A nuestro juicio, desde esta perspectiva que se abre al considerar al escepticismo como un problema que configura de manera decisiva el pensamiento moderno, es posible observar con claridad el entramado de relaciones entre modernidad, escepticismo y liberalismo.

Cuando Horkheimer describe en su artículo las virtudes del típico intelectual liberal, no está haciendo sino repetir lo que Hume entendía por “virtudes burguesas”, y que a su vez remite a la idea de “trastienda” en Montaigne: “disfrutar de la vida y replegarse en la propia intimidad son la misma cosa para Montaigne” (1995, p. 150). La idea refugio interior , en cualquier caso, es un rasgo que está ligado al escepticismo y que redunda en la idea de la importancia del individuo, así como en las condiciones que hacen posible el goce de esos gustos refinados a los que se refería Hume:

nada resulta tan enriquecedor para el espíritu como el estudio de la belleza bien sea la poesía, la elocuencia, la música o la pintura. (...) Apartan la mente de la turbulencia de los negocios y los intereses; fomentan la reflexión; predisponen a la tranquilidad; y provocan una agradable melancolía que es, de todas los estados de la mente, el más adecuado para la amistad y el amor. (…) La alegría y el jolgorio que aporta la compañía de una botella se convierten en una sólida amistad. Y el ardor de un apetito juvenil se transforma en una pasión refinada (Hume 1995).



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